No es el rencor del acero
lo que mata,
ni siquiera las ganas
locas
de huir.
Son los pasos tejidos
en torno a
nuestro cadáver,
las luces
apagadas en el
dormitorio,
tus camisas nuevas
como alfombra
para mis tacones y
tu perfume
de cadáver florido.
No son nuestros
cuerpos enterrados,
es la carne
puesta a secar
como las sábanas
los domingos de
misa.
No son nuestros hijos
malditos,
es el vientre
profano e
infértil,
es la madre
del monstruo
eléctrico
que te mata,
a ti,
al padre.
No es la sagrada
familia,
es la vergüenza
del terreno
baldío
y la sed
de la herencia
bautizada.
No soy yo ni eres tú,
es el bestial
asesinato
de la
inmortalidad.