Un aroma a canela mezclado con el delicado dulzor de la
lavanda y el jazmín viajaba por el aire adornando el frío ambiente y
despertando los sentidos de Margaritte que estaba sentada frente a la chimenea.
Una taza de té descansaba encima de una sencilla mesa de cristal y caoba y era
la que desprendía tan grato olor. Margaritte la cogía de vez en cuando y daba
un largo sorbo, dejando que el líquido caliente descendiese por su garganta inundándola
de una cálida sensación.
Era una fría tarde de invierno en Londres y la nonagenaria
señora que miraba el fuego crepitar lo sentía en los huesos. De un tiempo a
esta parte sus huesos se habían ido deteriorando a un ritmo vertiginoso y ahora
no había un solo día que no le recordasen la edad que tenía. Pero ese parecía
ser el único achaque de la vejez ya que su rostro no era el retrato más fiel de
los años: varias arrugas se hundían en su piel sí, pero todo lo demás estaba
terso y firme. Hasta sus labios eran voluptuosos y carnosos y no estaban
rellenos de ninguna sustancia que los hiciese así. Dicen que los ojos son el
espejo del alma y los de Margaritte eran del color de la miel, sinceros y
entrañables, bondadosos y cansados.
Los pechos algo caídos lógicamente, mas su cuerpo recordaba
a una mujer hermosa, hablaba de un pasado sexy y de curvas, que aunque algo
indefinidas ya, lo formaban y lo moldeaban.
Margaritte era una mujer coqueta, ya de pequeña –en aquellos
años tan lejanos- observaba a su madre pintarse el rostro como si fuera un
lienzo, cepillarse el pelo hasta dejarlo suave y sedoso y aplicarse infinidad
de perfumes cuyos olores no alcanzaba a recordar. Su madre fue una gran mujer y
era ella la que le había inculcado la ciega pasión por las letras y la que le
había convertido en la gran escritora que era hoy. Cuando falleció, dos años
después de que lo hiciera su padre, un pedazo de su corazón se rompió pero
nació un sentimiento que ensalzaba a la figura materna a la categoría de santa,
un sentimiento de adoración tan inmenso que solo pudo surgir tras el
fallecimiento de la mujer.
De su padre, por el contrario, no había nada que recordar. Fue un
hombre que nunca creyó en sus hijos y que no mostraba el mayor cariño por su
esposa. Eso era lo único que había perdurado en la memoria de Margaritte.
Su pasado había sido muy agitado, su familia era
precariamente humilde y aunque ella era la pequeña de una sucesión de siete hermanos
y disfrutaba de la protección de sus progenitores no había tenido una infancia
fácil. Además la Segunda Guerra Mundial les había arrebatado lo poco que
tenían.
Pero, como dicen, hay que enterrar el pasado para resurgir.
Margaritte volvió a asir la taza de té y bebió. Hoy no se
oían las conversaciones del personal de servicio que trabajaba en la gran
casa. La radio tampoco escupía sonidos como normalmente era obligada a hacer a
esa hora. Incluso las aves que se refugiaban en el jardín permanecían extrañamente
calladas, como si presintiesen la cercanía de un hecho insólito.
La dulce anciana no paraba de mirar el baile austero de las
llamas con una expresión de calma y paz, le hacía gracia por todo lo que había
tenido que pasar para lograr un momento como aquel.
Siempre había sido una mujer que regalaba amor. La primera
persona receptora de ese regalo fue su marido Philippe, un apuesto hombre
francés que le había dado tres hijos maravillosos que ahora se repartían por el
mundo. Su marido fue la segunda persona, después de su madre, que se llevó un
pedazo de su corazón al morir. La tercera y última fue August, alguien del que
poco hay que decir puesto que no estaba destinado a abrir sus ojos en este
mundo y nunca llegó a nacer.
Una lágrima escapó de los ojos de Margaritte, se deslizó por
su mejilla surcando las arrugas de los labios provocadas por múltiples sonrisas
y cayó al frío suelo de mármol donde se perdió para siempre.
Ya estaba preparada, era consciente de lo que venía a
continuación como los elefantes cuando desaparecen para morir. Dejó la
aromática taza de té en la mesa y revisó por enésima vez los sobres color crema
que descansaban encima del cristal: las cartas de despedida habían sido
escritas con pulcra caligrafía y bellas palabras. Tres sobres para tres hijos,
ni uno más pues era innecesario.
No había querido hacer ningún preparativo adicional. Tenía la
suerte de conocer el día exacto de su muerte, un regalo que Dios le había hecho
o un onírico castigo, todo depende del punto de vista
De pronto la quietud tomó el mundo, el fuego paró de bailar,
en el exterior las hojas de los árboles quedaron suspendidas en el viento, los
coches se silenciaron y hasta el frío desapareció.
Una luz blanca, suave y cálida, entró por las ventanas e
inundó el interior de la casa, desdibujando las formas de los muebles, haciendo
desaparecer la taza de té tras su inmaculado color, incluso ocultando el suelo,
con lo que parecía que la anciana flotaba en una espesura nívea.
Tres formas avanzaron entre la luz, se presentaron frente a
Margaritte y extendieron la mano, simplemente eso, no hubo palabras ni gestos
ni nada tan humano, solo una invitación.
Margaritte agarró la mano que le ofrecían sin dudar pues
ella ya sabía que su hora había llegado.
Apaciblemente se adentró en la luz, acompañada de nuevo,
como si los años nunca hubiesen pasado, por la presencia de su madre, su marido
y aquél hijo que nunca llegó a conocer. Ellos le habían jurado que volverían a
encontrarse y ahora cumplían su promesa.
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